"Mi pueblo, la melancolía y la España vacía de Sergio del Molino" por Álvaro Alonso
Enero, como para cualquier
universitario, es una lucha sin cuartel tanto contra sí mismo, como contra los
dichosos papeles que se deslizan por la mesa como leones por la sabana. Cuando
por fin se sale por la puerta del último examen, llegan unos días de paciencia,
gozo y “mente en blanco”, que cualquier estudiante exprime al máximo antes de
empezar ese desangelado segundo asalto.
Este año decidí irme, desconectar,
necesitaba aplicar, aunque fuera unos pocos días, lo que cantaba Medina
Azahara; “necesito respirar, descubrir el aire fresco y decir cada mañana que
soy libre como el viento”. Me fui al lugar donde pasé los mejores momentos de
mi vida y donde he conocido a las mejores personas. Me fui al pueblo.
De pequeño (y por supuesto ahora),
los veranos eran el mejor momento del año, y a causa de esto, la última semana
de agosto y la primera de septiembre eran lo peor del año. Recuerdo que mi
reacción más primaria era el querer, rabiosamente, volver. A veces, en esas
agonías veraniegas y desde la inocencia de la niñez, hablábamos de quedarnos a
vivir allí para siempre. Pensábamos que en el pueblo siempre era verano. Siempre
están allí todos los amigos y las casas de adobe rebosan de voces de niños y
adultos. Que gozada era tener esa ilusión. Quiero pensar que nosotros nos
dábamos cuenta de que no era lo que imaginábamos, pero no nos lo queríamos
creer; para mí ese pueblo de las afueras de León era un auténtico paraíso
terrenal.
Lo primero que sientes cuando entras en una casa de un pueblo de León tras cinco meses de soledad y en enero, es un frío monstruoso y seco que te ataca los pulmones como si se alimentara de ellos. Abrir las ventanas para que entre el tibio frío de la calle y encender la lumbre (55 intentos después) es una lección básica para sobrevivir a tales condiciones.
Hice cosas varias, y habituales
cuando se vuelve a una casa vacía, pero lo que más ilusión me hacía en ese
instante era salir a comprobar si había algún “bombazo informativo” que
chivarles a mis compañeros de viaje veraniegos. Me enchufé los zapatos, me até
la bufanda bien fuerte, agarré la correa, se la puse a la perra y me dispuse a
husmear por mi villorrio favorito y sus arrabales. En hora y media, me encontré
la nada. Imagino que las 35 personas que allí viven diariamente estarían
engomados al calor estufa o de la cocina. Pero tenía la esperanza de, al menos,
encontrarnos con un mísero gato, para que la perra corriera un poco. Ni eso,
las calles estaban tristemente vacías, mis pasos se escuchaban más que los
altavoces de la disco móvil en verano. Vi la desolación paseando por esas
solitarias y frías calles. Sentí una melancolía excesiva al observar desde los
caminos que rodean el pueblo, cómo esas casas de portones enormes se fundían en
el paisaje a medida que anochecía.
Hay algo fascinante de los
anocheceres leoneses, y es que las fotos se hacen solas. Mi mejor amigo siempre
se enfurruña cada vez que freno la bici para captar ese maravilloso instante en
el que los inmensos campos de cebada, trigo y escasos árboles, se tragan el
sol, y deslumbran unos colores dorados inmensamente bellos. Mi galería de
agosto del 2019, tiene 764 fotos. Tendrá más en 2020, lo siento de antemano,
Alejandro.

¿Quedarán estos pueblos tan solo como floreros veraniegos? Haciendo previsiones a largo plazo y siendo nada sentimental, en más o menos 15 años, en mi pueblo podrían quedar cuatro hogares habitados durante los doce meses del año, por supuesto, dando por hecho que se seguirán viviendo como lo hacen hoy por hoy. Personalmente, no sé qué vía tendrá mi vida en el futuro, me encanta el campo pero detesto la soledad. Como buen gallego y ahora mismo, me decanto por el depende. Y los de mi cuadrilla agosteña, lo descartan cada vez que planteo la idea por simple curiosidad. Hay una pequeña cantera de enanos, también agosteña, que a lo mejor mantiene la vivacidad del verano, al igual que nosotros (ese es el plan), durante varios años. O se enfadan en la adolescencia, y ya no vuelven más. Quien lo sabe. El pueblo está en la cuerda floja, excesivamente floja, como otros muchos de la zona, de la comunidad, de ese donut que describe a la perfección mi idolatrado Sergio del Molino: La España vacía.

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