El cine es
experimentar, es encontrar infinitas formas de contar una historia, es innovar
en la representación de la trama y de los personajes que la integran ¿Se puede
hacer un largometraje con tan sólo dos personajes, un cadáver y una gaviota?
The Lighthouse es la respuesta, una locura de respuesta. Es, sin la más mínima
duda, una de las películas con mayor contenido simbólico que he visto.

Eggers
parte de una línea humana muy básica; la convivencia humana a veces puede
convertirse en un acto de supervivencia cuasi terrorífico, paranoica y con
toques cómicos extravagantes. Cualquiera que haya salido de casa, ha tenido
esos legendarios roces con otras personas: desde los dichosos trabajos en grupo,
hasta la radiactiva experiencia de compartir piso, pasando por las necias
comidas familiares. The Lighthouse es un encierro isleño de dos titanes
interpretativos (¡donde están sus Óscars!), y su progresiva ascensión de
alucinaciones, chifladuras y atrocidades. Los Eggers ponen el foco en ese microcosmos
de la relación personal entre un farero y su aprendiz, haciendo mella en unos
diálogos extremadamente cuidados y adaptados a lo que unos fareros dirían en el
siglo XX. Su puesta en escena es propia de grandes directores, como Kubrick,
Hitchcock o Paul Thomas Anderson; esa fotografía monumental de Jarin Blaschke,
con esos planos haciendo a nuestros personajes, unos seres mitológicos que
luchan entre ellos y rodeados de fuerzas sobrenaturales (rayos, truenos y olas).
Puede
parecer que dos personajes sean poco, pero esta película los va haciendo cada
vez más grandes, cada vez más indomables. No les hace falta 3D para salirse de
la pantalla. Estamos ante un filme de culto, una carta de amor al cine clásico,
que lo tiene todo, de principio a fin, hasta el más mínimo detalle, hasta el
más mínimo gesto. No es una película, es una frenética lucha a solas entre dos
temibles monstruos mitológicos.
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