"El libro del desconocido" por Álvaro Alonso
La parte trasera de mi casa da a una autovía. Por ella, como
es evidente, fluyen coches a borbotones, con dirección a Santiago city, o huyendo de ella. Imagino que
muchos de los que bajan por esta autovía, volverán a sus casas después de un
duro día de trabajo, o simplemente fueron a hacer compras y recados. Hace unos
días, un amigo muy querido de León, me preguntaba cómo era la zona donde vivía.
Mi respuesta fue que las afueras de Santiago no son como las de León, las cuales
se distribuyen en pueblos apelotonados y zonas amplias de terreno ausente de
civilización. Aquí las casas están más separadas y extendidas, lo que se
denomina, aldeas. Concentración frente a disgregación.
Por ese
asfalto pasan ahora menos coches. Puede pasar una hora entera sin pasar un
mísero vehículo, situación que previo a esta crisis era prodigiosamente
improbable. La tranquilidad abunda, las personas que viven cerca, y que
supuestamente son mis vecinos, asoman por sus ventanas, alguno sale a su puerta
o portal, otros que tienen jardín hacia mi visión se dejan ver por él por
primera vez desde que tengo sentido en esta cuestión. Me refiero sobre todo a
una familia, de padre, madre e hijo cercano a mi edad, que se dejó ver, y de la
que no tenía constancia de su existencia hasta hace unos días. Imagino de la
desesperación que sentirán en este confinamiento porque se decidieron a hacer
una poda en familia, en marzo (la poda de árboles se hace en enero), de un
jardín, que no lo era, más bien podría ser una selva poco compensada.
Cuando, por
las mañanas, levanto la persiana de mi habitación, lo primero que veo desde
hace 15 años es esa autovía. El sonido de los coches y motos pasando a todas
horas ya es habitual para mis oídos, que contrasta con mi molestia profunda al
escuchar perros ladrando o gallos cantando en el pueblo en verano (no crean que
no me avergüenzo de esa vena urbanita
que por desgracia tengo). Cerca de él también pasa una autovía, no la tengo tan
cerca como la de Santiago, pero es bastante parecida, ya que, en las dos hay
que ir a 80 km/h. En ellas se ven las dos diferencias fundamentales que le
comentaba a mi querido amigo; una está rodeada de casas en casi todo su
trayecto, la otra lo está de inmensos y hermosos campos secos.
Si la
situación fuera normal, la próxima semana emprendería viaje de unos pocos días
a lo que en el pueblo llamamos “previa veraniega”. Si les soy sincero tenía
unas ganas inmensas de regresar a mi pequeño rincón de los recuerdos agolpados
y de los amigos para siempre. Lo echaré de menos. La única vez de mi corta
existencia que no me pasé por León en Semana Santa, fue cuando me encontraba en
una guerra física y psíquica contra un papel llamado selectividad. Ahora la
guerra la libran otros héroes anónimos, mi papel tan solo es el de continuar en
frente de esta autovía.

No crean que
yo ando diferente. Ayer he descubierto que tengo muchos subrayadores naranjas, no sé si porque me traen de ese color en
exceso, o porque simplemente no uso mucho el color naranja. Me he propuesto
usarlo más, me dirán que no es un color bonito. Además, he plantado tres
acebos, a los que cuido con mucho cariño. Uno ya se secó, pero no se preocupen
hay un cúmulo de ellos pequeños que proceden del acebo nodriza y enorme que
está en la fachada de mi casa. Cada uno se entretiene de una manera diferente
dentro de sus posibilidades. Lo importante es estarlo. Muchos de nosotros alcanzaremos
la locura en algún momento de este confinamiento involuntario. Absolutamente
normal. El logro es que esa locura no nos lleve por delante, al fin y al cabo,
ella solo está en nuestra cabeza. Para ahogarla unos usan la poda de árboles,
otros acebos, subrayadores, series y
libros. Vivan y déjense vivir.
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