"El libro del desconocido" por Álvaro Alonso

         La parte trasera de mi casa da a una autovía. Por ella, como es evidente, fluyen coches a borbotones, con dirección a Santiago city, o huyendo de ella. Imagino que muchos de los que bajan por esta autovía, volverán a sus casas después de un duro día de trabajo, o simplemente fueron a hacer compras y recados. Hace unos días, un amigo muy querido de León, me preguntaba cómo era la zona donde vivía. Mi respuesta fue que las afueras de Santiago no son como las de León, las cuales se distribuyen en pueblos apelotonados y zonas amplias de terreno ausente de civilización. Aquí las casas están más separadas y extendidas, lo que se denomina, aldeas. Concentración frente a disgregación.
            Cuando, por las mañanas, levanto la persiana de mi habitación, lo primero que veo desde hace 15 años es esa autovía. El sonido de los coches y motos pasando a todas horas ya es habitual para mis oídos, que contrasta con mi molestia profunda al escuchar perros ladrando o gallos cantando en el pueblo en verano (no crean que no me avergüenzo de esa vena urbanita que por desgracia tengo). Cerca de él también pasa una autovía, no la tengo tan cerca como la de Santiago, pero es bastante parecida, ya que, en las dos hay que ir a 80 km/h. En ellas se ven las dos diferencias fundamentales que le comentaba a mi querido amigo; una está rodeada de casas en casi todo su trayecto, la otra lo está de inmensos y hermosos campos secos.
            Si la situación fuera normal, la próxima semana emprendería viaje de unos pocos días a lo que en el pueblo llamamos “previa veraniega”. Si les soy sincero tenía unas ganas inmensas de regresar a mi pequeño rincón de los recuerdos agolpados y de los amigos para siempre. Lo echaré de menos. La única vez de mi corta existencia que no me pasé por León en Semana Santa, fue cuando me encontraba en una guerra física y psíquica contra un papel llamado selectividad. Ahora la guerra la libran otros héroes anónimos, mi papel tan solo es el de continuar en frente de esta autovía.
            Por ese asfalto pasan ahora menos coches. Puede pasar una hora entera sin pasar un mísero vehículo, situación que previo a esta crisis era prodigiosamente improbable. La tranquilidad abunda, las personas que viven cerca, y que supuestamente son mis vecinos, asoman por sus ventanas, alguno sale a su puerta o portal, otros que tienen jardín hacia mi visión se dejan ver por él por primera vez desde que tengo sentido en esta cuestión. Me refiero sobre todo a una familia, de padre, madre e hijo cercano a mi edad, que se dejó ver, y de la que no tenía constancia de su existencia hasta hace unos días. Imagino de la desesperación que sentirán en este confinamiento porque se decidieron a hacer una poda en familia, en marzo (la poda de árboles se hace en enero), de un jardín, que no lo era, más bien podría ser una selva poco compensada.
            No crean que yo ando diferente. Ayer he descubierto que tengo muchos subrayadores naranjas, no sé si porque me traen de ese color en exceso, o porque simplemente no uso mucho el color naranja. Me he propuesto usarlo más, me dirán que no es un color bonito. Además, he plantado tres acebos, a los que cuido con mucho cariño. Uno ya se secó, pero no se preocupen hay un cúmulo de ellos pequeños que proceden del acebo nodriza y enorme que está en la fachada de mi casa. Cada uno se entretiene de una manera diferente dentro de sus posibilidades. Lo importante es estarlo. Muchos de nosotros alcanzaremos la locura en algún momento de este confinamiento involuntario. Absolutamente normal. El logro es que esa locura no nos lleve por delante, al fin y al cabo, ella solo está en nuestra cabeza. Para ahogarla unos usan la poda de árboles, otros acebos, subrayadores, series y libros. Vivan y déjense vivir.

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