"Mayo" por Álvaro Alonso
Mayo es un mes agridulce. Por un lado, los estudiantes afrontamos nuestras últimas semanas agotados después de todo un enorme curso de fatiga indomable. Mientras que en el clima se empieza a atisbar una cierta esperanza que significa indudablemente el agradable acercamiento del verano.
A los amigos que tengo que animar, siempre les digo lo mismo,
y es que cuantas veces no pensamos en el oscuro octubre o el nuboso noviembre ese
“ojalá llegue mayo y nos quede nada para acabar”. Yo cada día de esos meses.
Sin embargo, cuando mayo hace aparición todo torna en miradas melancólicas por
la ventana y lamentaciones hiperbólicas sobre lo agobiados que estamos, “joder”.
Todo, absolutamente todo, se convierte en una caminata por un bosque de obstáculos
que en un principio parecen indomables. Ramas angustiosamente gordas que son terriblemente
difíciles de romper y peleas a muerte con los animales más salvajes de la
universidad o del instituto (créanme que la comparación es completamente
fidedigna). Lo cierto es que pensamos demasiado, nos creamos una bola de
problemas fastuosamente grande que nos lleva a un bucle de llantos que no son
nada precisos con la realidad. Un exceso de miradas al ombligo autoproyectando
nuestros problemas como si del fin del mundo se tratara. No es así, pero somos estamos
excesivamente egocentrados como para pensar más allá; yo el primero. Sí,
es cierto, lo más probable es que sea toda esa extenuación acumulada después de
meses de peleas y ramas de todo tipo, lo que agudice aún más la “cabeza como un
bombo”. Y que probablemente nos juguemos demasiado en ese puñetero
examen como para estar relajado. También es probable que ver más cercana la luz
del paradisiaco verano sea detonante del ansia por acabar. Créanme queridos reclutas,
el final llega, tarde o temprano; y cuando se alcanza, sí que puede ser uno de
los mayores placeres que pueden existir.
También les digo, pasado un tiempo después de alcanzada la
meta, bastantes veces no se logra disfrutar de los frutos recogidos. No se
valora. Se cae en el babilónico aburrimiento, o afloran otras cuestiones que
cuando los estudios despuntaban se planteaban como una autentica birria de
rama. Volvemos a pensar demasiado. Considero que uno de los mejores momentos de
mi vida, fue al salir del último examen de selectividad. Por fin había escapado
de ese bosque amazónico llamado bachillerato y aún no sabía lo que me esperaba
en la universidad (ciego el que no ve). Era un día soleado, el viento algo
fresco y se podía tocar la alegría transmitida en la conversación de mis
compañeros. Me veía ahí en la puerta de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Santiago, por fin me sentía libre y no atrapado, por fin podía
respirar tranquilo y no angustiado. Luego a ello, viví el mejor verano que
recuerdo, superando en parte mi miedo escénico y conociendo a personas que me
han cambiado la vida. Con esto quiero decir que a veces sufrir, ayuda; a
valorar las pequeñas cosas, los momentos, la vida, y no despreciarla como si de
un trapo se tratara. Antes de la pandemia escribía en esta misma bitácora sobre
que los días de lluvia tienen su cosa buena, hacen valorar los días de sol.
Pues eso.
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