"Licor 43" por Álvaro Alonso
En cada conversación en la que sale el tema del alcohol, la bebida o las fiestas, algún amigo no desaprovecha la ocasión para meterme el zarpazo reglamentario por beber Licor 43. Otros van más allá y me recriminan que mi mezcla para el cubateo sea la Coca Cola y no cacaolat. A partir de esta crítica ya comienzan las difamaciones correspondientes a mí y a mi bebida por excelencia. Que para beber eso tómate un caramelo o un sugus.
Los que no me han visto, no me imaginen como un borrachuzo por escribir sobre alcohol en este blog. De hecho, seré de los que con mi edad menos lo hace. Todo empezó como la mayoría de las cosas de mi vida, en el verano pueblerino reglamentario. Cuando se finiquita el instituto con ese ritual pseudoapostólico llamado selectividad, a los susodichos nos domina una sensación libertaria que adaptado al lenguaje sería algo así como: "hemos venido a jugar, dale". Bien es cierto que posteriormente acecha un velociraptor dispuesto a desmenuzar cada parte de nuestro cuerpo y que responde al nombre de universidad. Pero en esa etapa fronteriza nada importa, no hay nada más allá mientras el raptor esté escondido. Tan sólo importa el desahogo que sigue al hecho de terminar el enésimo round de las palizas educativas.
Ese verano lo considero el mejor de mi vida, por todas las circunstancias, conocí a gente fantástica y de mayor importancia que la que hasta ese momento tuve. Esta frontera estudiantil trajo consigo mucho más, entre lo cual fueron las primeras cogorzas.
Decidimos ser sibaritas en un principio, porque no, hemos venido a jugar decíamos, y a probar de todo. He de reconocer que fue una decisión inteligente, porque tras pasar por diferentes bebidas cada fin de semana, tanto en este verano fronterizo como en los siguientes, llegado el momento, cada uno de nosotros sabía cuál era la nuestra. Mis fieles compañeros (un frikazo que vomita vocabulario de rapero diría hermanos) se decidieron por Ronco o cerveza, que sosos, yo me decanté por el licor ibérico más sexy, el 43.
Que es empalagoso, que es demasiado dulce me dicen. Desde cuando esto es una connotación negativa. Por esa regla de tres que erradiquen el turrón o los mazapanes (por el amor de dios no). Yo no salgo para beber ni para pillarme la cogorza más gorda, sino para disfrutar y darle a mi moral ese puntillo bribón que me quite el miedo escénico y me lance a bailar bachata, por ejemplo. Con el 43 se disfruta y que "dulzón" sea un aspecto negativo para algunos, tan sólo delata que son unos condenados agrios. Serán mejor otras que dejan al susodicho como muerto viviente al día siguiente o esas que se podrían usar para curar heridas. Es curioso que una de las personas que más me fustiga por el Licor 43 sea el que me lo presentó. Que es como si el que en su momento logró juntar a dos personas en una pareja, luego se enoje por ello.
He de reconocer, como he dicho, que no es de mis hábitos beber alcohol. En estos últimos dos años en los que ya no se bebía a la vera de la discomóvil, tan sólo me quedaron esas noches de película en las que tras las palomitas cae un copazo, más por lo caballeresco del tintineo de los hielos que por el propio hecho de beber. Qué bonito sería que regresaran esas noches de libertad vital en la plaza del pueblo bajo el cielo estrellado. Esa ansia de que tras tres años de espera volvamos a bailar en las plazas me temo que nos hará asemejarnos a la inconsciencia de La Gran Belleza. Y yo, como no puede ser de otra manera, quiero bailar como Jep Gambardella, pero en vez de con un pitillo, con un cubata de Licor 43. Y no se dice lo suficiente lo que rezamos por ello.
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