"Los Ángeles" por Álvaro Alonso

Viajar a la meca del cine es el sueño húmedo de cualquier amante del séptimo arte. Por lo tanto, es el mío desde que me tragó este universo hasta lo más profundo de su existencia. Lo he cumplido, y el mérito no es mío, se lo reconozco a mi amigo Pablo. Me empujó y consiguió que una de las personas más conservadoras, en cuanto a "calentadas" se refiere, se apunte a cruzar medio mundo para visitar la ciudad. Esa capacidad de persuasión se la reconozco siempre que puedo.

Calles de Los Ángeles.

Fueron trece horas de viaje, y si a ello se le suma el hecho de tener que ir a Barcelona y esperar unas seis horas en el aeropuerto; hace un total de veintiuna horas hasta llegar al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, LAX para los colegas. Ah, a ello hay que añadir las cuatro horas que me tuvieron retenido en inmigración. ¿Porque? Pues no alcanzo a saberlo, básicamente porque sí. Mientras tanto mi amigo buscándome a la desesperada porque yo no podía hablarle debido a la prohibición del uso de móviles para las personas en esa situación. En fin, cosas yankees.

Para llegar a Los Ángeles desde España el avión cruza de pico a pico América del Norte. Por tanto, ante la ausencia de nubes, en el viaje de ida (el de vuelta fue nocturno) la ventana era digna de una obra de arte. Acogió la inmensidad de la nieve, de los glaciares que copan Groenlandia y parte de Canadá. Un manto blanco, un mar de nieve en el que lo único que asoman son las siluetas de los ríos completamente congelados. La belleza de dicha imagen acongoja a un pipiolo acostumbrado a que la inmensidad vista desde la ventana de un avión sea la del mar o las nubes. No por ello menos bello, es el simple hecho de la costumbre en mis viajes a las paradisíacas Islas Canarias. En la ventana de mi derecha dominaba el blanco, eterno, inacabable como si fuera Tolkien o Frank Herbert el que la hubiera diseñado. Deslumbrante en los dos sentidos de la palabra y apoteósico para el que cruza el charco por primera vez.

Inmensidad de la nieve desde el avión.

Como decía, mis primeros pasos por tierras angelinas no fueron agradables. Llegamos a las tantas de la noche a la habitación. Pero pasamos por una de las calles icono que dio nombre a la obra maestra de Billy Wilder, Sunset Boulevard. La calle eterna que termina su recorrido en el mar fue mi primer contacto real con la majestuosidad de la ciudad de las estrellas. Perfecto.

Recorrimos todo lo posible de una ciudad que es imposible ver al completo; hasta dudo que los angelinos lo hayan hecho. Alcanzamos los 154 kilómetros en tan sólo siete días. También es verdad que no se cruza medio mundo para tirarse en una hamaca. Hollywood Hills, Paseo de la Fama, Observatorio Griffith, UCLA, el Museo Getty, Venice Beach, Malibú, Beverly Hills, Santa Mónica, Downton o el Museo de la Academia. Lugares legendarios y mitificados que visten la ciudad de la inmensidad, que son mundialmente conocidos y escenarios tanto de escenas cinematográficas como de juegos (GTA).

Silueta del muelle de Santa Mónica.

Hubo tiempo para vestirse de fanboy (friki) y visitar dos de las casas que fueron escenario de Modern Family. Lo que fue oportunidad para conocer el relajado, pacificado y acomodado suburbio de Cheviot Hills, donde se encuentra la casa de los Dunphy. Este barrio me dejó de lo más impresionado, no sólo por las bellas casas sino también por el ambiente embriagador y paciente que allí se respiraba. Relaja a el más agobios.

Por supuesto, rendí tributo. Billy Wilder es uno de los mejores cineastas que existieron. Marcó una época y es el padre de la comedia. Con Faldas y a lo Loco, Uno, Dos, Tres, El Apartamento, Primera Plana, Testigo de Cargo, La Tentación vive Arriba, Irma la Dulce, Perdición, The Fortune Cookie, o la obra maestra anteriormente mencionada, Sunset Boulevard. Un mago del cine que desde Polonia conquistó Hollywood, un escritor del que salieron películas, escenas y diálogos para la eternidad. Sin el que Marilyn no sería Monroe, y Jack no sería Lemmon. Fernando Trueba en la gala de los Oscar de 1993, durante el discurso tras vencer a mejor Película Extranjera por Belle Epoque, dijo lo siguiente: "Quisiera creer en dios para darle las gracias, pero sólo creo en Billy Wilder, él es mi verdadero dios". Al día siguiente, recibió una llamada sorpresa: "Hola Fernando, soy dios". Y así es.

La tumba de Billy Wilder.

A Billy lo visité en el Cementerio Westwood Village, donde descansa bajo esa famosa lápida: I'm writer, but then nobody's perfect. Allí también descansan a los que hizo grandes, Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Walter Matthau. Genios interpretativos hasta los tuétanos. Ray Bradbury, Truman Capote, John Cassavettes, Nathalie Wood y Kirk Douglas, son otras de las leyendas del S.XX que allí se encuentran. Sin embargo, este no fue mi último tributo en un cementerio, ya que en el último día me pasé por Hollywood Forever Cementery, donde se encuentran Judy Garland, Burt Reynolds, Johnny Ramone, Hattie McDaniels, Marion Davies o Cecil B. DeMille. Puede sonar lúgubre un ruteo por cementerios, pero no es así, una ciudad no sólo la hacen los lugares, también las personas y todas estas que se encuentran ahí abajo son las que contribuyeron a su la construcción de su alma. Ojalá hubiera podido ir al de Bette Davis, una de sus esencias sentimentales del siglo pasado.

Como todo visitante, tuvimos Los Ángeles a nuestros pies desde el Griffith y el Getty. Verla en toda su inmensidad, millones y millones de personas habitando todo lo que teníamos ante nosotros. Millones de historias y vidas en una ciudad que es sinónimo de cine pero que no es lo único. Inmensa, esa es la palabra, lo es para una ciudad que se desvanece en el horizonte y más allá. Lo es para la que se invierten horas y horas en recorrerla en búsqueda de los lugares por excelencia. Esta urbe no tiene fin, tanto físicamente como psíquicamente. Los Ángeles es un mundo, y lo tiene todo, desde lo más alto a lo más bajo. Como sociedad y como atracción turística. Vayan a visitarla si tienen oportunidad, no les será nada indiferente.

Los Ángeles desde el Observatorio Griffiths.

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