"Días de verano, días de pueblo, días de felicidad" por Álvaro Alonso

Los cielos amanecen ennegrecidos. Las noches son más frías. Sudaderas, largos y hasta chaquetas. Atrás quedan las olas de calor, las temperaturas a las que sólo se sobrevive con agua o los anocheceres aliviantes aprovechados para algún deporte. Las calles se van vaciando, las ventanas se esconden tras persianas cerradas y las casas se dejan hasta nueva ocasión, puede que dentro de un año. Las piscinas ya no lo son, para transformarse en unas charcas que suspiran gritos de niños y trasiego de grupúsculos. Las fiestas con discomóvil son más lánguidas con la ausencia de este y del otro, hasta que se terminen en unas pocas semanas. Nosotros nos perdemos, nuestras miradas se caen, porque el pensamiento constante se desvía al “qué estaría haciendo ahora allí”. Las esperanzas y los deseos se depositan en que lo que viene pase lo antes posible, para volver con ellos, para regresar al aire paradisiaco.

El pueblo es el origen del todo, de la vida, de la humanidad, de las personas y de nosotros mismos, de nuestras familias y nuestros hogares. Somos esto porque la base de todo ello estuvo por estas tierras, nos hicimos viviendo todos esos momentos que sólo un verano en el pueblo puede dar. Es un pequeño universo durante un pequeño tiempo, todo concentrado, problemas, alegrías, discusiones, amistades, enfados y experiencias. Han sido abandonados por el mundo contemporáneo, por la dejación administrativa y social, pero han sabido reinventarse, aportando a las personas lo que ningún otro puede: la magia, la extracción, lo extraordinario, la pureza de la amistad, la ruralidad, las casas…

Volvimos a disfrutar, porque el encanto de esta época en este lugar hace que hasta los momentos malos se recuerden con añoranza y chanza. Da igual, con tal de seguir eternamente viviendo esto. Hacer de todo y hacerlo todo en unas semanas, exprimir cada hora porque cada fragmento de tiempo es premio de todo un curso de empuje y sufrimiento. Esas personas, que son el hogar, el refugio frente a la asquerosidad de la vida, el lugar seguro en el que ser uno mismo, sin miedo, sin prejuicios.

No hay nada más puro que la vida en el pueblo a pesar de los móviles y los reguetones, de los juegos y los transportes. No hay nada más puro que una amistad en el pueblo, porque no hay tiempo para frenar, porque esas personas han sido las que te han visto crecer, tanto física como psicológicamente, a las que le das el periodo más valioso, con las que recuerdas todos esos momentos y con las que los vivirás el próximo verano, con las que compartes confidencias que sólo ellos pueden guardar. No hay nada que cambie tanto a alguien en tan poco tiempo como en un verano en el pueblo.  No hay lugar donde se conozca a otro tan sinceramente como en un verano en el pueblo.

Cada año, sin percatarnos, porque ni a pensar nos da tiempo, esto se va transformando y fluyendo para mantener su vitalidad, para mantener su eternidad. Parece que late, y lo hace a su gusto, aportando cada vez más gasolina personal y emocional de forma que ningún otro lugar se sienta como éste. Lo nuevo se asienta, lo de otros años se hace más fuerte. Y ahora que se termina, ahora que todo son despedidas, ahora que es inevitable la lagrimilla al pasar por la galería o al regresar al pupitre, es cuando más felices deberíamos sentirnos. Ha vuelto a pasar, hemos vuelto y lo hemos conseguido. Ya es pasado, pero fue un presente, el mejor que existe, y lo hemos vivido. Y te digo una cosa, no te frenes en la melancolía, no merece la pena porque quieres volver y el pueblo te quiere aquí, es cuestión de tiempo y de pelear para ganarse esto de nuevo.

Me pregunto cómo lo harán aquellos que no tienen esto. Probablemente sean felices con el simple hecho del tiempo libre, el sofá y dormir hasta altas horas. Probablemente no sufran tanto, no tienen que enfrentarse a ese choque emocional de septiembre. Probablemente con viajes, turismo o descanso ya tengan suficiente. Y probablemente por esto nunca lo entiendan, el hecho de ver unas vacaciones o un verano como un trámite más de la rutina frente a la otra vida que creamos los que tenemos pueblo. No lo entiendo, porque no hay mayor felicidad que esa última curva en la que a lo lejos ya se ve el nombre de tu pueblo. Tampoco lo entiendo porque no hay mayor felicidad que desempaquetar a velocidad ultrasónica todos los enseres para salir cuanto antes. Sigo sin entenderlo porque no hay mayor felicidad que los reencuentros con todas esas personas que año tras año crean en tu imaginario recuerdos inolvidables. Soy completamente incapaz de entenderlo por las piscinas, los bañadores, los ríos, los futbol, los pádel, las películas juntos, las canciones cantadas por todos, las bicis, las caminatas, los escondites, las perseidas, los mosquitos, los piques, las charangas, los hielos y las neveras, los bingos, las borracheras (suaves y fuertes)… ¿Qué tiene eso? Dicen algunos de los que para su desgracia o desconocimiento, no lo tienen. Es la felicidad, amigo. Es simplemente eso.

Dedicado a todas esas personas, esas que hacen mi felicidad.

Esas camisetas sorpresa.

Esos presuntamente tristes que nunca lo son juntos.

Esa fidelidad, sin deudas, tan sólo
lo que uno pueda hacer por el otro.

Esos karts anuales abarrotados de locura (y choques).

Esas noches que serán inolvidables por años que pasen.

Esos que son los mejores niños del universo
(cuántas veces habrán gritado "cucu" por la calle).

Ese par de hermanos, únicos culés
que se han ganado mi corazón.

Esos que salvaron un alma en pena.

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