"De berzas, paranoias, discusiones y risas" por Álvaro Alonso

 Con tal empacho de polémica estrictamente política, hemos perdido la idea principal. Muchos de los que viramos nuestros ojos hacia las canciones europeas durante una semana, hemos situado el certamen como una tradición de críticas, debates, controversias, favoritismos, discusiones, tensión, alabanzas, listas…  Pero lo más potente de lo que significa que se haya celebrado Eurovisión, es el principio del verano, el inicio del fin rutinario. La llegada de las buenas temperaturas, de los momentos disfrutones. Que, si usted es un currante, pues pierde motivación y concepto esta cita anual. Pero si es un estudiante, situarse a unas semanas del final del sufrimiento, pues oiga, se levanta uno con otro brillo en la cara. Así que miremos hacia lo bueno, hacia adelante, porque para bochorno ya hemos tenido bastante. 

Nemo, ganador de Eurovisión 2024.
(Fuente: RTVE)
Ha sido la edición del despiporre, de los ardores por vergüenza ajena, y no por actuaciones desenfadadas (ojalá), sino por todos los que, por acción u omisión, han sido protagonistas de estos días de “música”. Por empezar por algo, sería una necesidad la dimisión en bloque de la UER, si la coherencia en este mundillo fuera algo con valor. El descontrol en todos los estamentos proviene de una gestión demencial, en un año en el que era necesaria su intervención. 

Todo lo sucedido tiene su caldo de cultivo en una supuesta norma que no es tal. Es una completa incongruencia en eso tan manido de no permitir mensajes políticos. Nunca ha sido así porque ante lo que estamos es una representación nacional y cada país intentará internacionalizar sus problemáticas en búsqueda de espaldarazos. Hasta tal extremo se ha llevado, que toda canción del certamen llevaba, como mínimo, un pellizco reivindicativo. Tan sólo hay que observar detenidamente el podio para pisparse de ello. ¿No a los mensajes políticos? Puede gustar más o menos, pero las últimas dos victorias de Ucrania fueron en base a ello. Nuevos dirigentes y una normativa clara de exclusiones es requisito, pero lo ideal está de más.

Su otra patinada fue lo del holandés. Según se pudo saber, este sujeto tan buen artista como mentecato, amenazó y fue agresivo con una señora de producción. Nada llegó a las manos, según parece, pero como fue a cuenta del tema israelí, le salieron defensores por doquier. Aquellos de los micromachismos, banderas arco iris y feminismo, en defensa de un violento contra una mujer y de regímenes islamistas; a mí esto me lo tendrán que explicar detenidamente cuando encuentren hueco. Sin embargo, la UER optó por el caos, su seña de identidad. Primero tomó la contundente decisión de expulsarles de la competición, para posteriormente no explicarla, achacarlo a un “incidente”. Un dictamen tan estricto y definitivo como expulsar a un país, ha de deberse a un acto de gravedad supremo, pero callaron la boca y que siga la fiesta. De manera que todo fueron especulaciones, mientras el relato lo ganaban sus valedores ideológicos. 

Horas antes de “las nueve de Eurovisión”, se reunía la cúpula ante la anarquía en Malmö, dentro y fuera del recinto. La suspensión era probable ante las quejas rotundas de las diferentes delegaciones. La cuestión por esos momentos era la posibilidad real de que Israel se llevara en micrófono de cristal, en paralelismo con Ucrania en 2022. No obstante, se llegó a un acuerdo sin luz ni taquígrafos, todos aquellos que levantaban su voz dejaron de emitir señales hasta su salida al escenario. El resultado para los hebreos fue pírrico en el jurado y extraordinario en el público. Alguien con una migaja de espíritu crítico podría ver la relación. Porque la filtración del voto popular de Italia en semifinales también fue una simple casualidad. Claro.

El festival en su estricta celebración fue el regreso al triunfo de Suiza. El país neutro y neutral ha captado desde hace cuatro años lo que puede aportar a este espectáculo. Ha creado una esencia posmoderna basada en una puesta en escena abarrotada de claroscuros, una representación de impacto y canciones que bien podían ser el final de una película de Bond. Gjon’s Tears en 2021, Remo Forrer en 2023 y en esta Nemo, que adapta la sustancia suiza a la reivindicación: cóctel de victoria. Una canción que acumula todo lo que pide el ganador, que mezcla tonalidades y estilos, con un intérprete apasionado, impetuoso y polivalente. Eurovisión se muda a Suiza 36 años después de Céline Dion y de vagar sin rumbo por escenarios europeos a finales y principios de siglo.

Croacia y su «Rim Tim Tagi Dim», al borde de la gloria.
(Fuente: Agencia EFE)

No ganó el favorito. El que estaba coronado por apuestas y de más, previo a todos se subieran al escenario, era el croata. Baby Lasagna venía siendo la sensación desde hace meses; el Loreen de este año se llevó un morrazo monumental. Y es que, en este espectáculo a veces queda espacio a lo imprevisible, a la ruptura de lo establecido. Parecía un regreso a lo más alto de un rock europeo y eurovisivo, basado en onomatopeyas y en la protesta por la emigración de los chavales croatas. Un Maneskin del este con carácter del finés en 2023. La idea era espléndida, pero se topó con el lío habitual del certamen, y el propio de este año. La desestabilización en lo que incluye votos e intereses, siempre afecta al que va en cabeza; bien aprendido lo tenemos por estas tierras. 

En este año hubo actuaciones brillantes, aunque tan sólo algunas. Las dos de Ucrania con una canción de dolor, el francés a capela, el alemán con voz de fuego e imponente, el makineo inmersivo del lituano o el makineo inmaculado de la Austriaca. Fue una desgracia para los puristas del género lo sucedido con esta última; en primer lugar, falla con estrépito la emisión en su segundo clave y luego le cascan un penúltimo puesto. Que nos hablen de injusticias, atrévanse. También la israelita, preciosa en su conjunto, pero a la que los allí presentes pitaron sin cesar por lo de Gaza. No obstante, en silencio se mantuvieron con los presentadores Azerbaiyanos, claro que seguramente ni sepan dónde está “eso”, ni qué está haciendo ese adorable régimen.

Zorra de postal en España, antepenúltima en Europa.
(Fuente: El Diario Vasco)

Y la cosa española tan sólo pudo alcanzar el vigésimo segundo puesto. Algunos pensaban que porque el público presente (en gran parte español) lo berreara, suponía un puesto encantador. Hasta las apuestas cayeron en ello, como con Barei en 2016. Lo cierto es que España en Eurovisión no tiene un hándicap que otros sí; ausencia casi completa de vecindad. De manera que una reivindicación pintoresca debe tener mucho impacto, sino se va al fondo. Los países escandinavos, los del centro o los del este, sin embargo, se manejan excelentemente con cualquier bufonada. Los ingleses tocan suelo porque son ingleses (Dizzy no era mala, pero vaya bodrio de actuación), y los lusos que, desde Sobral, parece ser que Europa come de su mano. Los franceses también se libran porque cantar al amor en ese idioma tiene un predicamento esotérico hasta para el que no lo entiende. Va a ser verdad que España no es Europa; ave Mohamed VI, libranos del mal.

(Es sarcasmo, antipáticos)

El nudismo eurovisivo de Finlandia. ¿Bottas vibes?
(Fuente: Woman - El Periódico)

Pero no hay festival sin los esquizofrénicos eurovisivos. Los disparates que tienen mucho predicamento para captar la parte de guasa del televoto. Están los que lo intentaron, y para mi desgracia, fue en vano. Los estonios con ese baile tétrico tan propio de una pesadilla como descojonantemente eurovisivo, o los finlandeses con su desnudo fake. Corrió mejor suerte el baile gallego de Armenia o el exorcismo mamarracho de Irlanda, que alcanzaron los ocho primeros. Pero qué seríamos sin esto, todo es parte del juego en este divertimento, desde lo más berza de la política internacional a las paranoias en forma de canciones. De las discusiones a las risas.  No se arremolinen, venga, arriba esos ánimos, que llega el buen tiempo.

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